4. Patriarcado y capitalismo: hasta que la muerte os separe

Podríamos dividir a gran escala todo el trabajo que requiere la sociedad capitalista en dos esferas: la productiva y la reproductiva. El trabajo productivo, que incluye las actividades que generan bienes y servicios y tienen un valor de cambio, y el trabajo reproductivo, que agrupa las tareas necesarias para garantizar el cuidado, bienestar y supervivencia de las personas. Este trabajo reproductivo  puede ser a nivel biológico (en lo que atañe a la propia reproducción: gestación, parto, lactancia…) o a nivel social, que ya sería la crianza, el mantenimiento del hogar, la educación, cuidar a las personas enfermas…

En el capitalismo existe un gran sesgo de género a la hora de repartir estas tareas, dando lugar a la división sexual del trabajo: La mujer se encarga del trabajo reproductivo y el hombre del productivo. Esto no solo se refleja en la familia nuclear en la que la mujer se queda en casa y el padre va a trabajar, si miramos las proporciones de género en una ingeniería y en magisterio vemos grandes diferencias: las mujeres se siguen encargando de tareas relacionadas con los cuidados, la educación…

La división sexual del trabajo no tiene unas implicaciones neutrales, se valora de manera muy diferente el trabajo productivo y el reproductivo. Para empezar, el trabajo reproductivo en el seno del hogar ni siquiera está reconocido socialmente como trabajo, ni mucho menos se le da un valor económico. Aun fuera de la casa, se consideran mucho más relevantes y meritorios aquellos relacionados con la ingeniería que con magisterio, por ejemplo. ¿De dónde procede esta desigualdad a la hora de valorarlos? ¿Será poco importante la educación de todes les niñes de nuestra sociedad? ¿Es poco importante cuidar de las personas enfermas?

No. Y esto lo saben los capitalistas.

Los capitalistas, se afirma con frecuencia, reconocieron que en las condiciones penosas que existían en la industrialización de comienzos del siglo XIX las familias de la clase obrera no podían reproducirse debidamente. Se dieron cuenta de que el ama de casa producía y mantenía trabajadores más sanos que la esposa asalariada, y que los niños que habían recibido una instrucción se convertían en mejores trabajadores que los que no la habían recibido.

Como solución a esto se planteó un trato, consistente en pagar un salario familiar al hombre y mantener a la mujer en casa. Esto convino tanto a los capitalistas de la época como a los trabajadores hombres, por lo que cimentó la colaboración entre el patriarcado y el capital. Para la mayoría de los hombres la creación de un salario familiar aseguró la base material de la dominación masculina en dos formas: En primer lugar, la mujer gana un salario más bajo que el hombre, por lo que perpetúa las ventajas materiales del hombre sobre la mujer e incita a la mujer a escoger la carrera de esposa. En segundo lugar, la mujer hace el trabajo doméstico, se ocupa de los hijos y realiza otros servicios en el hogar que benefician directamente al hombre. Las responsabilidades de la mujer en el hogar refuerzan a su vez su posición de inferioridad en el mercado de trabajo (la famosa doble jornada). Pese a la mayor participación de la mujer en el mercado de trabajo, el salario más bajo de la mujer, que garantiza su dependencia económica del varón, unido a la necesidad de que los niños estén al cuidado de alguien asegura la existencia continuada de la familia como unidad global de ingresos. La familia, apuntalada por el salario familiar, facilita pues el control del trabajo de la mujer por el hombre tanto dentro como fuera de la familia. Aunque el incremento del trabajo asalariado de la mujer pueda crear tensiones en la familia sería erróneo pensar que, como consecuencia de esto, pronto desaparecerán el concepto y la realidad de la familia y la división sexual del trabajo. La división sexual del trabajo reaparece en el mercado de trabajo, donde la mujer realiza labores femeninas, a menudo las mismas que solía hacer en casa: preparar y servir comidas, limpiar, cuidar personas, etcétera. Todos estos trabajos están mal considerados y mal pagados, por lo que las relaciones patriarcales permanecen intactas, aunque su base material cambie algo al pasar de la familia a las diferencias salariales.

El “ideal” del salario familiar -que un hombre pueda ganar lo suficiente para mantener a toda la familia puede estar dando paso a un nuevo ideal: que tanto el hombre como la mujer contribuyan con su salario a los ingresos de la familia. Las diferencias salariales serán, pues, cada vez más necesarias para perpetuar el patriarcado, el control masculino de la fuerza de trabajo de la mujer. Las diferencias salariales ayudarán a definir el trabajo de la mujer como secundario para el hombre al mismo tiempo que servirán para prolongar la dependencia económica de la mujer con respecto al hombre. La división sexual del trabajo en el mercado y en otras partes debe ser entendida como una manifestación del patriarcado que sirve para perpetuarlo. Esto demuestra que, al contrario de lo que mantenían (y por desgracia mantienen todavía algunos) algunos marxistas, que consideraban que la situación más precaria de la mujer obrera respecto al hombre se debía a su aislamiento del trabajo productivo, la incorporación de las mujeres al mercado laboral no supone una igualación con los trabajadores hombres, ya que las relaciones patriarcales siguen intactas y de hecho las tareas que desempeñan las mujeres están peor consideradas y pagadas.

El argumento de que el capital “destruye” la familia pasa también por alto las fuerzas sociales que hacen atractiva la vida familiar. Pese a las críticas de que la familia nuclear es psicológicamente destructiva, en una sociedad competitiva la familia sigue satisfaciendo las necesidades reales de mucha gente. Esto es aplicable no sólo a la monogamia a largo plazo, sino aún más a la educación de los hijos. Los padres separados soportan unas cargas financieras y psíquicas. Para la mujer de la clase obrera, en especial, estas cargas pueden hacer ilusoria la “independencia” de su participación en el mercado de trabajo. Las familias de un solo progenitor han sido consideradas recientemente por los analistas políticos como una formación familiar transitoria, que se convierte en una familia de dos progenitores tras un nuevo matrimonio.

Hemos visto que la opresión de la mujer pasa por el control de su trabajo tanto fuera como dentro de la casa, pero ¿quién se beneficia del trabajo de la mujer? Sin duda, el capitalista, pero también sin duda el hombre, que, como marido y padre, recibe unos servicios personalizados y sexuales en casa. El contenido y la extensión de los servicios puede variar según las clases o los grupos étnicos o raciales pero el hecho de que son recibidos no varía. La abolición del patriarcado equivaldrá a que el hombre deje de controlar el trabajo de otra gente, por tanto vemos que hay una base material sobre la que se asienta el patriarcado que es fundamentalmente el control del hombre sobre la fuerza de trabajo de la mujer. El hombre mantiene este control excluyendo a la mujer del acceso a algunos recursos productivos  (por ejemplo, los trabajos bien pagados) y restringiendo la sexualidad de la mujer. El matrimonio heterosexual y monógamo es una forma relativamente reciente y eficaz que parece permitir al hombre controlar ambos campos. El hecho de controlar el acceso de la mujer a los recursos y a su propia sexualidad, a su vez, permite al hombre controlar la fuerza de trabajo de la mujer, con objeto tanto de que le preste diversos servicios personales y sexuales como de que críe a sus hijos. Los servicios que la mujer presta al hombre, y que libran al hombre de tener que hacer muchas tareas ingratas (como limpiar retretes), se realizan tanto dentro como fuera del marco familiar. Entre los ejemplos que se dan fuera de la familia están la persecución de trabajadoras y alumnas por patronos y profesores, y el uso habitual de las secretarias para hacer recados personales, preparar café y proporcionar un ambiente “sexy”. La crianza de los hijos es, sin embargo, una tarea crucial para perpetuar el patriarcado como sistema. Así como la sociedad clasista debe reproducirse a través de las escuelas, los centros de trabajo, los normas de consumo, etcétera, así también deben hacerlo las relaciones sociales patriarcales. En nuestra sociedad, los hijos son por lo general criados en casa por las mujeres, socialmente definidas y reconocidas como inferiores a los hombres, mientras que éstos sólo aparecen rara vez en el cuadro doméstico. Los niños criados de esta forma aprenden a conocer sus puestos en la jerarquía de los géneros. Sin embargo, en este proceso son fundamentales ciertos campos ajenos al hogar donde se enseñan los comportamientos patriarcales y se impone y refuerza la posición de inferioridad de la mujer: iglesias, escuelas, deportes, clubs, sindicatos, ejército, fábricas, oficinas, centros sanitarios, medios de comunicación, etc. Es decir hay toda una serie de instituciones que se encargan de reproducir la división sexual del trabajo, los roles de género…

Como conclusión, es importante resaltar que uno de los mecanismos que se utilizan más habitualmente para perpetuar la ideología hegemónica es la naturalización: hacer pasar elementos cargados de ideología por “lo natural”, lo que “siempre ha sido así”, valiéndose en mayoría de ocasiones de la tergiversación de la biología en pos de unos determinados intereses. Se puede ver esto perfectamente en lo relativo a los roles de género, la división sexual del trabajo… Se atribuyen unas características determinadas a cada género y se muestra como si fuese algo intrínseco a ellos y no como la construcción social que realmente es, ocultando de esta manera los intereses a los que dicha construcción sirve. Lo mismo ocurre con nuestra manera de relacionarnos afectivo-sexualmente, aprendida a través de los distintos agentes de socialización (familia, colegio, medios de comunicación etc) para asegurarse el mantenimiento del orden social capitalista y patriarcal. Años y años de socialización hacen que esta ideología se manifieste hasta en el detalle más ínfimo, más sutil, por eso la deconstrucción se torna algo esencial y, para nosotras que somos las verdaderamente oprimidas por el amor romántico, pura supervivencia.

Bibliografía

Hartmann, H. I. (1996). Un matrimonio mal avenido: hacia una unión más progresiva entre marxismo y feminismo. Fundació Rafael Campalans.

Acceso al documento completo en:  http://www.fcampalans.cat/archivos/papers/88.pdf

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